Ana Margarita Alba Gamio, autora del texto, participó en el curso-taller de narrativa y cónica impartido por Grupo Didza en la ciudad de Oaxaca el 18 y 19 de junio.
Sentados frente a frente en una mesa del restaurante “La Tortuguita Feliz”, allá en la playa de La Escobilla, entre Mazunte y Puerto Escondido, estábamos Sóstenes y yo. Platicábamos de las aves migratorias que cada año llegan a anidar, de cómo arman sus nidos en las oquedades de cualquier palo, de la larga espera que hacen hasta que nacen los pollos y del escándalo que arman cuando te acercas al nido. Era innegable reconocer que a sus 47 años, Sóstenes había aprendido a observar y a describir las costumbres de las aves.
Sentados frente a frente en una mesa del restaurante “La Tortuguita Feliz”, allá en la playa de La Escobilla, entre Mazunte y Puerto Escondido, estábamos Sóstenes y yo. Platicábamos de las aves migratorias que cada año llegan a anidar, de cómo arman sus nidos en las oquedades de cualquier palo, de la larga espera que hacen hasta que nacen los pollos y del escándalo que arman cuando te acercas al nido. Era innegable reconocer que a sus 47 años, Sóstenes había aprendido a observar y a describir las costumbres de las aves.
De pronto, con gran dificultad, pero mostrando un dejo de orgullo, escribió su nombre en una hoja blanca sin rayas. La escritura desalineada mostraba rasgos irregulares, perdía el ritmo y el tamaño. Aun así se podía leer claramente su nombre.
Al concluir me dijo:
-Lo escribo mal, pero al menos ya lo puedo escribir.
Vista la dificultad que le significó escribir, con mucho respeto tomé la hoja y al ver el resultado comenté que lo más importante era que lo podía escribir, pero sobretodo que yo y cualquier persona lo podría leer sin dificultad alguna.
Esbozó una sonrisa y en silencio leyó nuevamente su nombre.
Le pregunté cómo es que había aprendido a escribir. Al ser Sóstenes un magnifico conversador inició su relato señalando que él no había ido a la escuela. Me explicó que un día, cuando tenía como 25 años, llegó personal del Conafe [Consejo Nacional para el Fomento Educativo] para promover la alfabetización en el pueblo. Se hizo una larga fila donde se apuntó “un montón de gente”. Meses después, cuando ya todos habían pedido la emoción por iniciar los cursos, volvió a llegar otra camioneta del Conafe y un joven, con lista en mano, les repartió un paquete de libros a cada uno y les dijo:
-Ahí tienen todo lo que necesitan para aprender a leer, a escribir y a contar. Muy pronto vendrán maestros para asesorarlos”.
Al llegar a su casa, con mucha emoción, Sóstenes abrió su paquete de libros. Revisó cada uno de los materiales, miró con mucho interés “los monitos” y señaló que los dibujos a colores eran los más bonitos, pero por más que trató y trató le fue imposible encontrar la forma cómo con ese material podría aprender a leer.
Pasaron más de dos años y al fin llegaron los asesores del Conafe. Nuevamente todos se formaron en una larga fila que no avanzaba. La espera empezó a preocupar a Sóstenes porque sabía que en los libros que recibió no había encontrado la forma de cómo aprender a leer ni a escribir ni a contar. Ante la vergüenza y el temor del inminente regaño que le esperaba, decidió que no tenía caso seguir formado. Le dijo a su compañero que se salía de la fila. El amigo que tampoco aprendió a leer lo jalo de la camisa y lo detuvo diciéndole:
-No seas bruto, espérate a ver que nos dan.
Al recordar los dibujos que tanto le gustaron decidió quedarse, tal vez le darían más libros para mirar. Al llegar a la mesa una señorita muy amable exclamó su nombre en voz muy alta y le pidió que firmara de recibido. Sóstenes envalentonado, le dijo:
-No aprendí a leer tampoco a escribir y menos a contar.
La señorita lo miro y le dijo que eso no importaba, lo que tenía que hacer era firmar para recibir su certificado de Primaria.
Bien a bien no entendía qué era ese certificado y tampoco tenía los argumentos para alegar. Puso una crucecita, un garabato y su huella. A cambio recibió un documento que supuestamente tenía escrito su nombre.
Entre gusto y sorpresa comprendió que no sabía leer pero él, ya tenía un certificado de Primaria y entre risas y reclamos comentó la falta de seriedad de la institución y del personal que los engañó.
-Nunca regresaron para decirnos cómo había que aprender a leer.
Me dijo que en esas época su disgusto era porque se había sentido como traicionado, pero lo que más le había dolido fue que perdió toda la esperanza de sentir lo que era poder leer.
Pasaron los años y Sóstenes creció sin saber leer ni escribir, aprendió a contar con los dedos y con los centavos que recibía de la venta de pescado que el mismo sacaba del mar, pero nunca más volvió a pensar en el asunto.
Hace un par de años llegó un joven de la ciudad de México para hacer su servicio social en la cooperativa donde Sóstenes participaba como socio. Con el trabajo y las pláticas cotidianas empezó a surgir una amistad que les permitió hablar de otras cosas. Sóstenes le confesó que no sabía leer ni escribir. La insistencia del amigo para que aprendiera y el alegato de la inutilidad de hacerlo a su edad, finalmente acabaron por aburrirlo y ambos acordaron no volver a tocar el tema.
Pasaron unos meses y un día como a las 3:00 de la mañana, Sóstenes despertó al amigo diciéndole:
-Si me quieres enseñar a escribir acepto, pero empezamos ahorita o nunca.
Dice que aprender a escribir fue un proceso cansado y a veces aburrido, pero ahora siempre que escribe su nombre se siente orgulloso de poder hacerlo.